lunes, 21 de noviembre de 2016

Literatura: El sueño ajeno a la razón también produce monstruos: Tercera entrega (cuento)

Por: Karim Yaver




"El sueño de la razón produce monstruos" (1799), Francisco de Goya 

5
Ruy era hijo del folklor de su país, y parte de este folklor se cimienta en la herencia africana del vudú y la brujería. Allá era considerado un joven brujo con grandes habilidades, y algunas de ellas se veían sustentadas a su vez en la extravagancia de los rituales que solía llevar a cabo. Se consideraba a sí mismo un iniciado, alguien con la capacidad perceptiva suficiente para poder ver cosas que otros seres humanos ignoran, no comprenden, o simplemente no quieren ver. Su misión había sido hacer notar a las personas, hacerlas entender y (por unas monedas, claro está, pues él también buscaba una vida placentera) ayudarlas, encaminarlas a lograr la felicidad, o al menos, la satisfacción. Si alguien externo hubiese descubierto en sus tácticas algo que sugiriese un fraude, él mismo habría resultado sorprendido, pues él no era un fraude, estaba convencido de que aquello que hacía era real, de que la brujería lo era, y de que ésta fluía naturalmente en él.
Su llegada al país de Lea no fue con la intención de hallarla, aunque no desestimaba la posibilidad, sino con la intención de abrirse paso de alguna otra forma que no involucrase la brujería. Él era un iniciado, y continuaría ayudando a quien lo necesitara, a quien lo mereciera, pero no a cambio de plata, no a cambio de bienes, no más. Esto no quiere decir que Ruy se haya decidido por dejarlo todo, ayudar al prójimo sin retribución y morirse de hambre en el camino, no, él deseaba ser alguien, alguien distinto, y trabajaría por conseguir lo anhelado, pero la pronta aparición de aquella joven mujer, y la desolación palpitante, el caos y el terror que ella exhalaba, habían estremecido y desolado toda pretensión anterior. Ahora, su única misión era ella, salvarla, salvarla y luego poseerla, pues era suya, tanto como lo había sido de sus sueños. La intención de salvarla, sin embargo, partía de una inquietud sincera ―se preocupaba por la joven―, y la necesidad de poseerla, el convencimiento de que era suya, partían a su vez del amor, del amor que se le había mostrado cada noche desde hacía ya varios años, ante ese espejo, tras la densidad de aquella bruma.

La noche siguió su curso, y la ceguera momentánea también. Las cataratas en sus ojos fueron difuminándose conforme se acercaba a casa de su hermano. Para el momento en que cruzó el marco de la puerta de entrada, éstas habían desaparecido ya, y su visión vuelto a la normalidad, si bien el resplandor que había dejado tras de sí Lea continuaba penetrando su organismo, para fundirse lentamente en la médula de sus huesos y en el rojo o en el blanco de cada glóbulo de su sangre. El extranjero, vencido por la bruma de la ceguera, vencido por el resplandor de esa joven, que no sólo había recubierto sus ojos, sino también sus poros y su espíritu, durmió.
A lo largo del día siguiente, una vez transcurrida la noche cuyo perfume era el de Lea, cuyo eco era el de su nombre —pues él ahora lo conocía—, permaneció en su recamara, en esa alcoba de huéspedes que ahora lo albergaba, que era ahora su hogar. En su mano sostenía el bolígrafo y la libreta, aún con los restos mutilados de la hoja arrancada la noche anterior, y esperaba, esperaba de nuevo.
Las horas transcurrieron nuevamente, siempre transcurren. La bruma matutina, el sol, las nubes, más sol, algunas nubes más, el viento, menos sol, el cielo; el azul, el gris, el azul más oscuro. El negro. El gris. La bruma nocturna. El teléfono, apenas fallecido el ocaso, sonó. El bolígrafo, la libreta, sus manos, a todo él y a todo a su alrededor lo carcomía una nerviosa confusión. Casi imperceptible, la rítmica melodía de la tinta negra impregnándose sobre el blanco papel, comenzó a inundar cada rincón de la habitación. El extranjero tomó entonces su chaqueta, para abandonar luego la casa de su hermano.
Las notas que esa tinta emitió al danzar sobre el papel de la libreta, se plasmaron en él así:

Mañana, 7 a. m. Misma esquina. Lea.

Tras concertar la cita, Ruy salió de inmediato, apresurado como si el diablo mismo estuviese a punto de llevarse a su amada (aunque él no era ningún Orfeo y ella ninguna Eurídice), para buscar, encontrar y atrapar al sueño, a la pesadilla. La funda de su almohada, una linterna, y todo el sigilo de que era capaz, fueron sus únicas herramientas. Tras cerca de dos horas vagando entre las calles teñidas por la grave oscuridad de los primeros momentos de la noche, dio con el cardenal. El avecilla, absorta, se posaba inmóvil sobre la rama baja de un cedro blanco, cuyas hojas comenzaban a verse abrumadas por el influjo amargo del cercano otoño. Con sigilo, pues era un cazador, un cazador de lo desconocido, y ese cardenal estaba bien situado en esa categoría, extendió la funda de su almohada. Iluminado tan sólo por la luz menguante de la luna, parcialmente encubierta por las nubes grises de esa noche grumosa, pues había apagado su linterna para evitar descubrirse de más, la llevó hacía la rama, y, de golpe, atrapó en ella al cardenal. El aleteo del ave fue momentáneo; tras él, puro silencio.
Con el ave ―de nuevo inmóvil― dentro de la funda de su almohada, y cargándola al hombro como si se tratase de un saco de ropa vieja, la linterna en el bolsillo y su sigilo agotado, Ruy se encaminó a casa.

A las 6:55 a. m., Lea se encontraba ya en la esquina de aquellas calles, recargada sobre la misma pared en que Ruy la había esperado dos noches atrás. A las 7:00 a. m. en punto, él arribó, cargando una caja de cartón con pequeños hoyos en la parte superior de sus cuatro lados, sobre sus manos, y una mochila negra en su espalda.
La expresión en ambos rostros era un confuso collage de sensaciones, en el cual se habían plasmado primero las de emoción y temor por el encuentro y, sobre éstas, las de fatiga, cansancio y nausea. Las primeras se filtraban por entre las segundas, y las segundas se multiplicaban a la luz amarillenta del sol del alba. Al encontrarse, súbitamente, al encontrarse sus miradas, y al beberse la una a la otra, una tercera capa de sensaciones emergió a la superficie: deseo, hambre, pero también angustia, miedo, perdición.
Se encaminaron a casa de Lea. Entraron. Cruzaron la estancia, la cocina, abrieron la puerta trasera y salieron de nuevo, esta vez, hacia el río. En el camino, ella había relatado a Ruy cada acontecimiento relacionado con el cardenal y con la silueta de negro. Aunque no le fue posible esconder su turbación al escuchar la descripción que del río ella le hacía, a él no le sorprendió gran cosa, pues había visto ya ese río, en sus sueños, y era justo allí donde todo debía terminar.
Una cosa fue el recordar las aguas turbias del río tras la descripción que ella le hizo, y la sensación de incomodidad y consternación que esto le provocó, pero, al contemplarlo él mismo, al sentir sobre sus poros y cruzando sus fosas nasales la peste que éste emitía, un estremecimiento de asco lo invadió, un asco no por la sangre ni por la fetidez de los desperdicios que corrían al ritmo de su cauce, sino por la bruma que en él nacía, por esa bruma que también había visto ya, esa bruma que no esperaba, ésa que ya lo aguardaba. Era un asco agudo brotando de la imagen intermitente de su propia carne pudriéndose sobre esas aguas sanguinolentas, bajo el abrazo espeso de una niebla pestilente.
Pero había una tarea que llevar a cabo; hizo a un lado el asco y el terror, y comenzó con ella.
Esencias, inciensos, licores, una daga. Un ritual singular se desarrolló a los ojos de Lea. Ahí mismo, a la orilla del río, una vez recobrado su aliento, extrajo de su mochila estos artículos. Encendió los inciensos y un par de velas de esencia dulce, aunque extraña. Bebió un gran trago de un licor transparente y lo escupió sobre la tierra, entre las velas. Abrió la caja y extrajo de ella, con la mano izquierda, al cardenal, aún inmóvil. Ella se agitó ligeramente, él lo notó y, con poca ceremonia y una voz profunda, sin apartar los ojos del ave, dijo:
―Calma.
Colocó al ave boca-arriba sobre la tierra bañada en licor, sujetándola con su mano izquierda. El ave se retorcía. Su panza rojiza y su cresta extendida lucían curiosamente fuera de lugar sobre la tierra gris, rodeada por el agua turbulenta y plomiza, por la niebla blanquecina, por la piel pálida de Lea y por la hoja plateada de la daga en la mano derecha de Ruy.
El filo se clavó lentamente sobre el vientre del cardenal. Un chorro minúsculo de sangre abandonó su cuerpo y se fundió en la tierra; mientras, éste se retorcía más y más conforme el frío de la muerte se internaba en él.
Ruy estaba de rodillas sobre la tierra húmeda y emitía un rezo extraño mientras llevaba a cabo el acto en que arrebataba la vida al pequeño cardenal, inmutable, como un coloso de piedra hincado ante la contemplación. Lea, a su espalda, de pie, asomando el rostro a la escena por sobre su hombro derecho, empalidecía un poco más.
El ave había muerto, y la promesa de paz del extranjero vivía. Sin embargo, una helada sensación de horror la invadió.
―Todo ha terminado ―dijo él, triunfante, mientras ella, derribada, vomitaba tras haber contemplado la mancha sanguinolenta que pigmentaba la tierra grisácea a orillas del río.

Ahora podía dormir tranquila. Ahora podía cerrar los ojos, dejar entrar el viento por la ventana, no temer a la oscuridad, no temer a la noche ni a sus sueños. Ahora podía descansar y sacudir de sí el estigma pútrido que la lejía y su madre habían dejado sobre ella.
Lea no dejaba de ser Lea. A pesar de los acontecimientos recientes, a pesar de haber cedido ante un absurdo tal como un ritual de brujería cubana, ella seguía creyendo en los hechos, en lo factible, lo comprobable, lo demás era pura superchería. Claro está que retornaban sus convicciones sin trabazón alguna puesto que ahora se sentía segura, puesto que algo (¿la confianza inaudita que depositaba en Ruy?) le hacía creer que así era; no obstante, estas ideas, estas creencias, en su pensamiento, no tenían ya fundamento alguno. Intentaba engañarse a sí misma y no lo conseguía, aunque el sentirse segura, el sentirse libre de aquel tormento, le proporcionaba un velo más grueso con qué cubrir sus ojos. Y, aunque el cardenal y la figura sombría del sombrero de copa estaban conformados por una sustancia desconocida y aterradora, lo único que podía ella hacer era intentar olvidar, olvidar y seguir, hundirse de nuevo en su absurdo personal, en ese mundo, en esa realidad tan suya.
Una vez concluido el ritual, debilitada, regresó a su casa. Ruy le fue de gran ayuda, pues las fuerzas de la joven se habían difuminado junto al humo del incienso. Se reportó de inmediato enferma a la clínica, y, después de esto, cayó profundamente dormida. Él se retiró, tranquilo, confiado en que toda amenaza había sido ya superada, y en que no sería la última vez que la vería. Germinaba en él de nuevo la esperanza de un acercamiento más íntimo.
La noche arribó, el día murió, y ninguna insinuación extraña o inusual se le presentó a Lea. Ahora podía dormir en paz.

* * *

Duerme. Noche tibia, ventanas abiertas, poco viento.
Al igual que en aquella madrugada en que apareció ante ella la figura negra del sombrero, a su cuerpo lo cubre tan sólo una delgada y blanca sábana de algodón. El clima cálido, el sabor a muerte que comienza a emanar de los árboles y de la vegetación en general, la paz proveniente de ese ritual sangriento de la mañana y las horas de sueño atrasado, se vuelven un efectivo somnífero. Antes de concluido el ocaso, cae de nuevo sobre el seno del sueño. Hacía años que no dormía tantas horas seguidas. Alrededor de las 5 a. m., la temperatura en su alcoba desciende abruptamente. El roce del viento del exterior se distiende sobre ella, atraviesa la sábana y erige para sí mismo un monumento en sus poros henchidos y en sus pezones erectos. Despierta, aunque su cuerpo permanece inmóvil.
Ella lo sabe entonces, sabe bien que nada ha terminado. La suposición irracional de una «aparición», de un ser fantasmal, se posa de nuevo sobre su cuerpo. La pesadez del cardenal sobre su pecho, de sus patas recorriendo su figura, desde el empeine de sus pies hasta su seno, ese suave recorrido y su final aleteo, la extensión del rojo de su plumaje sobre cada pliegue de la alcoba, sobre cada parte de su conciencia, eran un golpe, un arma, un mecanismo, una protección asombrosa ante la aproximación de la silueta de negro. Esta vez no hay ninguna protección, pues Ruy ha derramado esa sangre y esa fuente de vida sobre la tierra mojada, a orillas del río, frente a su ventana.
Ella lo sabe: una parálisis del sueño, nada simple, y la figura de negro, y su sombrero de copa, y sus pasos perezosos retumbando en las cuencas de sus oídos, vibrando en sus tímpanos al ritmo de la pompa funeraria. Ella lo entiende: está indefensa ante aquella figura sombría.
Sus ojos, abiertos por completo, derraman las lágrimas que no supo derramar cuando se le enfrentó por vez primera. Solloza, quedamente, inmóvil, al igual que el cardenal cuando Ruy lo tendió sobre la tierra grisácea, para clavar en sus entrañas el filo de aquella daga. Lea es entonces el cardenal; la noche, el frío, el miedo, son la mano izquierda de Ruy; y la figura negra del sombrero de copa es esa daga; sus ojos brillantes y avasalladores, grisáceos, son su filo, y se clavan desde dentro de ella, en el centro agrietado de su propia conciencia vacilante, derramando su sangre, su sustancia, sobre el suelo negro de la locura que la solicita, que la pide a gritos.

Despierta. Noche lluviosa, fría, ventanas cerradas, el viento y la lluvia golpeándolas.
No hay luces, no hay luna, sólo una tiniebla única cubriendo la totalidad de aquella alcoba. Está de pie, y a lo lejos destella la llama tenue de una vela. Está confundida, pero el resplandor de la llama la atrae como a un mosquito. Se acerca a ella, lentamente, caminando al ritmo de las gotas de lluvia que golpean y resbalan por la ventana a su espalda; una atracción extraña la subyuga. Se aproxima, la llama es cada vez más grande, el resplandor cubre su piel y la matiza de una tonalidad dorada; ella misma destella en medio de la noche. Se acerca más. Está ya a punto de tocarla, pero la llama desaparece. Despierta de nuevo, debido esta vez al estupor magnético que ha sido la llama, y observa alrededor: es una habitación desconocida, mucho más grande que la suya, mucho más fría también. No hay muebles, sólo una cama. En la cama está Ruy, tendido, los ojos abiertos, fijos en ella, desnudo y paralizado. Ella lo contempla a su vez.
Algo golpea la ventana, ella gira su rostro en esa dirección. ¿El viento, la lluvia, algún cardenal incapaz de atravesarla? Contempla de nuevo al extranjero.
Él, sobre las sábanas, despojado, casi tembloroso, aterrado, transpirando un sudor seguramente helado. Su mirada ya no es profunda, toda profundidad está plasmada en los ojos de Lea. Ella frente a él. Ella no tiembla, ella no transpira, ella apenas respira. Se aproxima a Ruy, lentamente, como si fuera esa sombra, como si fuera esa figura de traje negro y sombrero de copa. Extiende sus brazos y hace un garfio de cada uno de sus dedos. Comienza a rasgar la piel del hombre. Algo la trastorna. Su rostro no cambia de expresión y sus uñas, con una calma gélida, arrancan con fuerza trozos de piel morena. La sangre del extranjero es un barniz que de a poco enrojece sus uñas. Él se retuerce, solloza y grita para sí mismo, pues continúa paralizado. Las uñas de Lea desgarran su piel, mientras su alma es desgarrada por la profundidad, por el vacío de esa mirada.

Epílogo
Nunca lo supo, en verdad, hasta ese momento, cuando despertó, en su cama, la ventana cerrada y el clima agradable. Hasta ese momento. Un sueño, tal vez todo había sido sólo un sueño, pues todo comenzó como uno, ¿por qué no habría de terminar de igual forma? La pregunta era, ¿cuándo comenzó?, ¿era Ruy real?, ¿algo lo había sido? En realidad, no tenía importancia, esta vez podía sentirlo, se podía sentir a sí misma, existiendo. Había terminado.
La alcoba se sumía en la oscuridad, pero era una oscuridad tenue, pues ya amanecía. Sin problemas, y sin mirar a otro lado, pudo levantarse y dirigirse a la ventana. Corrió la cortina y la abrió ligeramente. Observó el río, su cauce caótico, sus aguas negras, su hedor desagradable aunque familiar. Recordó a su madre tras sentir en su nariz la acidulada esencia de la lejía. La sangre proveniente de la clínica corría a la par de las aguas, fundida en ellas. Esa escena ya no la perturbaba, esa mezcla de sangre y agua le era tan conocida como su propio olor, como su padre, durmiendo en la habitación contigua.
Miraba ese cauce, anárquico: miles de millones de partículas de agua, de sangre, de cientos de desechos distintos, danzando en una armonía aparente, corriendo hacia el caos de la nada, como su propia vida, pero, ¿qué importancia tendría esto? Ha despertado ya y tiene trabajo en la clínica. Ha despertado, bien, pero, ¿en qué momento cayó dormida?

Sigue mirando el río. Una gran masa flota en él, y corre al ritmo de esa armonía atraída por el caos, por el absurdo. Ruy es real, o lo era. Esa masa es el cuerpo del extranjero, de ese hombre alto y fornido de acento extraño. Su piel morena es ya pálida y es ya púrpura, y sobre cada parte de su carne se pueden avistar rasgaduras violentas. El dolor comienza a extenderse desde los dedos y las uñas de Lea. El frío del exterior se aleja, pues el frío que nace desde ella lo ahuyenta y aminora, invadiendo cada esquina de su habitación, su piso, al río mismo. Lleva sus manos, tras un reflejo de sorpresa, a su boca; siente en sus labios la costra rugosa de sangre, y la sensación dolorosa en sus dedos se incrementa. Cada una de las uñas de sus manos está fracturada, rota, quebrada, fragmentada. La sangre en sus dedos es sangre de Ruy y sangre de Lea. Retrocede, retrocede aterrada, pues el sueño fue real, el sueño está presente, el sueño flota en el río y mancha sus manos. Camina hacia atrás, empujada por el miedo y golpea con algo: es el armario, su gran armario. Gira despavorida tras el contacto y lo observa: en su puerta, colgado de un gancho para ropa, hay un traje negro, las mangas del saco están manchadas también por ese sueño, y sobre el traje, inmanente, fijo, se asienta un gran sombrero de copa.

Ciudad de México, 16 de julio de 2014.

2 comentarios:

  1. He disfrutado cada parte de vuestro cuento, cada parte. Sin duda, es usted Karim, un gran prospecto literario. Esto se lo dice un viejo que tras permanecer ya muchos años en este mundo ha visto el surgimiento de muchos talentos y el ocaso de los farsantes. Usted pertenece a los primeros, no ponga en saco roto mis palabras.
    Felicidades y un abrazo.

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    1. Muchísimas gracias, por sus palabras, que no hacen más que alimentar un poco más este anhelo, sueño, deseo -no sabría bien cómo denominarlo-, que por otro lado sí me denomina a mí, y que no es otra cosa que el apetito constante de no dejarse saciar jamás. ¿De qué? De literatura, hacia dentro o hacia afuera. Gracias, también, por permanecer aquí y por sus palabras constantes, por leer este y otros de mis textos, y por su apoyo. Le mando de vuelta un poco tardío abrazo.

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